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En esta nota, el autor se pregunta si estamos ante una nueva etapa histórica, como la que marcaron los bombardeos del ´55.

Marcelo Koenig
Secretario General de la Corriente Peronista Descamisados


Los acontecimientos históricos son hechos que marcan toda una etapa y le ponen su impronta. Sus sombras se proyectan más allá de los actores puntuales que los protagonizan y condicionan el transcurrir del tiempo. ¿Estamos hoy ante un hecho de esas características con la sentencia contra Cristina Kirchner? ¿Serán esas las nuevas reglas del juego de la política? Para comprender mejor nuestro presente, recurrimos a la historia.

En estos tiempos difíciles que nos tocan vivir, es bueno recordar hechos que marcaron el inicio de la resistencia peronista. ¿Cuándo comenzó la resistencia? Muchos podrán decir que esta gesta empezó al día siguiente del golpe de Estado encabezado por el general Lonardi, porque su consigna de “ni vencedores ni vencidos” no fue más que una fachada del antiperonismo. Otros argumentarán que fue cuando, dos meses más tarde, el general Aramburu, secundado por el almirante Rojas, se hicieron del poder, mostrando el verdadero rostro de la autodenominada Revolución Libertadora: una revancha de clase.

Nosotros sostenemos que el hecho que definió toda esta época y que condicionó la historia argentina por décadas ocurrió antes: los bombardeos a la Plaza de Mayo el 16 de junio de 1955. Ese día se cruzó una línea, instalando en nuestro país la idea de que las contradicciones políticas se resolverían mediante la violencia. Ese ciclo solo se cerró en 1983, con el pacto democrático.

No es que el peronismo no hubiera recibido ataques antes de junio del ‘55. El primer intento de golpe de Estado contra Perón ocurrió en 1951, con el general Menéndez (el mismo que luego fue uno de los protagonistas sangrientos de la dictadura genocida de 1976 y tío de quien se rindió en Malvinas “con las botas lustradas” ante los ingleses).

El 15 de abril de 1953, otro episodio trágico marcó la acción de los comandos civiles antiperonistas: colocaron una bomba en una estación de subte durante una movilización peronista. Murieron siete personas y casi un centenar resultaron heridas. Esa noche, como respuesta, los peronistas incendiaron la sede del Jockey Club, la Casa del Pueblo de los socialistas, la del conservador Partido Demócrata y el comité radical. Estos hechos no dejaron víctimas fatales.

Sin embargo, fue el 16 de junio el día en que se rompió la línea de sangre del proceso argentino. Al mediodía, con una Plaza llena de gente como en cualquier día laboral, la aviación naval decidió atacar la Casa Rosada para asesinar al general Perón. Los aviones llevaban en su fuselaje el símbolo “Cristo Vence”: una cruz con una “V” debajo. El Dios de la Iglesia reaccionaria justificaba sus acciones. Tras el fracaso de las primeras pasadas, y cuando los peronistas se congregaron en la Plaza, los cobardes bombarderos lanzaron sus bombas directamente contra la población civil. Después de masacrar a manifestantes y transeúntes indefensos, los “heroicos” marinos huyeron al exilio en Montevideo.

El grupo —que incluía al civil Miguel Ángel Zavala Ortiz (futuro canciller de Arturo Illia)— fue recibido en Uruguay por un ex oficial: Carlos Guillermo Suárez Mason, expulsado del Ejército por participar en el golpe del ’51. La Revolución Libertadora le devolvió sus galones, y su carrera continuó: fue jefe de Inteligencia del Ejército bajo Lanusse y, paradójicamente, ascendido a general por Perón (apadrinado por López Rega y Ricardo Balbín). Bajo su mando durante la dictadura de 1976, operaron el Batallón 601, varios centros clandestinos de detención y figuras siniestras como el coronel Ramón Camps. Juzgado y condenado tras el fin de la impunidad, murió en la cárcel de Devoto en 2005.
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"Lo único indiscutible es que estamos definitivamente en una nueva fase de resistencia", asegura Koenig

"Ese día se cruzó una línea, instalando en nuestro país la idea de que las contradicciones políticas se resolverían mediante la violencia".
Las cifras oficiales de los bombardeos hablaban de 250 muertos y más de mil heridos; investigaciones posteriores casi las duplican. Para dimensionarlo: el kilaje de bombas arrojado ese día sobre Buenos Aires fue comparable al de la Luftwaffe en Guernica (inmortalizado por Picasso como símbolo de la inhumanidad en guerras civiles). La diferencia es que aquí los aviadores masacraron a su propio pueblo.

El odio ya estaba instalado. El mismo que, años antes, había inspirado el “¡Viva el cáncer!” escrito en una pared mientras una joven de 33 años agonizaba.

El jefe del alzamiento fue el contralmirante Samuel Toranzo Calderón, con complicidad del ministro de Marina Aníbal Olivieri. Los peronistas —armados con piedras y pistolas (entre ellos, un militante llamado John William Cooke)— rodearon el edificio de la Marina. Desde dentro, el capitán Alejandro Sipnelli gritaba: “¡Démosle gusto, ya que gritan ‘¡La vida por Perón!’, tiren a matar!”. Perón frenó la represión, negociando la rendición: su formación militar le impedía concebir que el pueblo ejecutara justicia por mano propia.

Poco después, Perón convocó a Cooke (que había sido diputado, cuya reelección le fue negada por oponerse al Tratado de Chapultepec, por considerarlo una cesión de soberanía y que favorecían al panamericanismo impulsado por los norteamericanos). Rechazó ser Secretario de la Presidencia, argumentando que no eran tiempos de gestión sino de lucha política, y fue designado interventor del Partido Peronista en la ciudad Buenos Aires. Desde allí intenta organizar contrarreloj, a un peronismo que se había ablandado lejos de la confrontación y la disputa, cerca de la adulación y la obsecuencia. Este va a ser el germen de lo que, un par de meses después, instalado el golpe de la “Revolución Fusiladora”, va a ser la primera resistencia peronista.

Los escribas de la historia oficial siempre han tendido a minimizar los bombardeos de 1955, muchos de ellos como Halperín Donghi o Félix Luna le dedicaron escuetos párrafos a estos hechos que signaron la historia argentina, aunque le dedicaron páginas y páginas a describir la quema de las Iglesias que se produjeron con bárbara respuesta de peronistas indignados esa misma noche. Seguramente ellos prefirieron elegir esa versión basándose en el sentimiento de una parte de la población –la más católica, conservadora y acomodada-, que vio así los sucesos. Otros, las mayorías probablemente, se estremecieron más que por los hierros retorcidos de las Iglesias y los muñones chamuscados de los santos de madera, por los chicos del autobús escolar que alcanzó una bomba de los marinos o por esa foto de un niño que había perdido prácticamente media pierna y yacía sufriente en la vereda.

El Che Guevara, en este sentido, es lapidario. Le escribe a su madre: “Otros, para quienes no hay escapatoria posible ante la historia es para los mierdas de los aviadores que después de asesinar a gente a mansalva se van a Montevideo a decir que cumplieron con su fe en Dios: es impresionante que la gente llore porque le quemaron su iglesia dominguera, pero le parezca la cosa más natural del mundo que revienten la cantidad de ‘negros’ que reventaron”.

Cuando se cruzan ciertos límites la historia se hace irreversible. ¿Estamos hoy cruzando un nuevo límite con la condena a Cristina? ¿Será la persecución y el encarcelamiento de los líderes opositores la nueva forma de resolver las contradicciones de intereses políticos? Por lo pronto, lo único indiscutible es que estamos definitivamente en una nueva fase de resistencia…